Abracadabra

sábado, 26 de noviembre de 2011

En la LUNA. Autora: Silvia Schujer


Si se la ve solamente de noche... ¿cómo se hace para viajar a la Luna de día? - Oliverio tomó asiento. Sacó lo imprescindible de la mochila y la colocó a su costado.
Oprimió el botón de despegue y sintió que todo su cuerpo comenzaba a elevarse. Lentamente. Lentamente, al principio.
En pocos minutos, los ruidos y las voces conocidas empezaron a bajar el volumen hasta perderse por completo.
Las cosas y las personas fueron disminuyendo su tamaño hasta convertirse en hormigas y, en seguida, desaparecer.
Oliverio abrió la carpeta y anotó: "Despegue sin problemas", "Primer tiempo de vuelo silencioso".
Un rayo de luz calentito y amarillo se coló por la ventana.
Oliverio giró apenas la cabeza y, ante sus ojos, el espacio infinito llenó completamente su atención.
Después de comprobar que no era oscuro, el universo luminoso le permitió divisar los paisajes con lujo de detalles: estrellas apagadas por la luz del día, planetoides blancos alineados sobre un gran espejo verde.
Oliverio anotó en la carpeta: "Las luces del espacio se meten por la ventana", "Algo verde se ve en el frente".
De pronto, el chirrido de una puerta rompió el silencio bruscamente. Antes de reaccionar, Oliverio creyó escuchar un sonido distorsionado diciendo: AQUIESTAELBORRADOR. Una voz lejana metiéndose por alguna ranura de la nave en cámara lenta.
Preocupado, estiró la mano para comprobar que su cápsula estuviera herméticamente cerrada. Y cuando volvió su mirada hacia el frente, una nube de polvo cubría los planetoides blancos. Al cabo de unos segundos, reaparecería la brillante superficie verde del frente.
Oliverio escribió en su carpeta: "Los planetoides desaparecieron tras una nube de polvo".
El tiempo se fue volviendo más lento. Más gelatinoso.
Oliverio apretó el botón para acelerar la velocidad de su viaje y una sucesión de imágenes desfiló ante su vista como los cuadros de una película.
Al principio, una suelta de colores desbordó de sus pantallas de control.
Planetas con forma de manzanas y alfajores fueron quedando atrás a su paso.
Oliverio creyó ver entre el desorden de imágenes otros claros planetoides desparramados sobre el espejo verde del frente.
Atravesando una larga extensión cósmica, reconoció a Esteban y a otros cinco compañeros saludándolo desde el espacio infinito. Caminando por la inmensidad del universo. Perdidos y sonrientes como él.
Hasta que una voz se internó como una aguja en sus oídos.
—¡Oliverio! —sonó metálicamente.
Asustado por el extraño zumbido, Oliverio aumentó la velocidad y por fin pudo divisar la superficie de la luna. Blanca como la leche.
Tan nítidamente la vio ir tomando forma, que, por un momento, tuvo la sensación de que no era él quien se acercaba a la Luna, sino que la luna se arrimaba a él.
—¡Oliverio! ¡Oliverio! —volvió a sonar en la nave como si alguien lo llamara desde adentro.
Decidido a no interrumpir su travesía a pesar del miedo (porque tenía miedo), Oliverio oprimió el botón de llegada urgentemente.
Con cierta emoción comprobó que las rueditas se asomaban por la base de la nave.
—¡Oliverio! —sonó estruendosamente.
Y procedió al alunizaje. Tranquilo, con la suavidad de un bostezo nocturno, para no cometer errores.
Se colocó el casco. Esperó que el motor detuviera su marcha por completo y entonces se puso de pie.
—¡La Luna! —pensó Oliverio-. ¡La Luna!
Y la vio toda de blanco con sus cráteres inconfundible, los banderines, los selenitas y las selenitas haciéndole señas de bienvenida.
—¡Oliverio! —sonó casi al borde de su nariz.
Y Oliverio, maravillado, abrió la puerta y, apenas apoyó un pie sobre la superficie, recibió sorprendido el encuentro.
—¿Me puede decir dónde estaba, señor? —preguntó la maestra.
—-En la Luna —respondió Oliverio con toda sinceridad. Y la boca se le quedó un poco abierta. Seguramente por los recuerdos.
—Repita lo que yo estaba explicando —dijo la maestra.
—¿Cómo? —preguntó Oliverio.
—¿Me puede decir dónde estaba "el señor" mientras yo explicaba?
—En la Luna —aseguró Oliverio.
Y entonces la maestra agarró la carpeta y se puso a escribir una nota a los padres.
Cuando Oliverio llegó a su casa, se sentó a comer y...
-¿Qué tal, Oli? ¿Cómo te fue en el colegio? -le preguntó su mamá.
—Me pusieron una mala nota por no prestar atención — respondió.
—¡Pero qué chico! —dijo la mamá—. ¡Siempre en la Luna! —agregó enojada. Pero se quedó dura cuando sin saber ella por qué, Oliverio le dio un beso, un abrazo y le dijo: —No importa mamucha. Por suerte vos me creés.

viernes, 25 de noviembre de 2011



Manuelita vivía en Pehuajó
pero un día se marchó.
Nadie supo bien por qué
a París ella se fue
un poquito caminando
y otro poquitito a pie.

Manuelita, Manuelita,
Manuelita dónde vas
con tu traje de malaquita
y tu paso tan audaz.

Manuelita una vez se enamoró
de un tortugo que pasó.
Dijo: ¿Qué podré yo hacer?
Vieja no me va a querer,
en Europa y con paciencia
me podrán embellecer.

En la tintorería de París
la pintaron con barniz.
La plancharon en francés
del derecho y del revés.
Le pusieron peluquita
y botines en los pies.

Tantos años tardó en cruzar el mar
que allí se volvió a arrugar
y por eso regresó
vieja como se marchó
a buscar a su tortugo
que la espera en Pehuajó.




Maria Elena Walsh

jueves, 10 de noviembre de 2011

Sapo verde Graciela Montes

Humberto estaba muy triste entre los yuyos del charco.
Ni ganas de saltar tenía. Y es que le habían contado que las mariposas del Jazmín de Enfrente andaban diciendo que él era sapo feúcho, feísimo y refeo.
—Feúcho puede ser —dijo, mirándose en el agua oscura—, pero tanto como refeo... Para mí que exageran... Los ojos un poquitito saltones, eso sí. La piel un poco gruesa, eso también. Pero ¡qué sonrisa!
Y después de mirarse un rato le comentó a una mosca curiosa pero prudente que andaba dándole vueltas sin acercarse demasiado:
—Lo que a mí me faltan son colores. ¿No te parece? Verde, verde, todo verde. Porque pensándolo bien, si tuviese colores sería igualito, igualito a las mariposas.
La mosca, por las dudas, no hizo ningún comentario.
Y Humberto se puso la boina y salió corriendo a buscar colores al Almacén de los Bichos.
Timoteo, uno de los ratones más atentos que se vieron nunca, lo recibió, como siempre, con muchas palabras:
— ¿Qué lo trae por aquí, Humberto? ¿Anda buscando fosforitos para cantar de noche? A propósito, tengo una boina a cuadros que le va a venir de perlas.
— Nada de eso, Timoteo. Ando necesitando colores.
— ¿Piensa pintar la casa?
— Usted ni se imagina, Timoteo, ni se imagina.
Y Humberto se llevó el azul, el amarillo, el colorado, el fucsia y el anaranjado. El verde no, porque ¿para qué puede querer más verde un sapo verde?
En cuanto llegó al charco se sacó la boina, se preparó un pincel con pastos secos y empezó: una pata azul, la otra anaranjada, una mancha amarilla en la cabeza, una estrellita colorada en el lomo, el buche fucsia. Cada tanto se echaba una ojeadita en el espejo del charco.
Cuando terminó tenía más colorinches que la más pintona de las mariposas. Y entonces sí que se puso contento el sapo Humberto: no le quedaba ni un cachito de verde. ¡Igualito a las mariposas!
Tan alegre estaba y tanto saltó que las mariposas del Jazmín lo vieron y se vinieron en bandada para el charco.
— Más que refeo. ¡Refeísimo! —dijo una de pintitas azules, tapándose los ojos con las patas.
— ¡Feón! ¡Contrafeo al resto! —terminó otra, sacudiendo las antenas con las carcajadas.
— Además de sapo, y feo, mal vestido —dijo una de negro, muy elegante.
— Lo único que falta es que quiera volar —se burló otra desde el aire.
¡Pobre Humberto! Y él que estaba tan contento con su corbatita fucsia.
Tanta vergüenza sintió que se tiró al charco para esconderse, y se quedó un rato largo en el fondo, mirando cómo el agua le borraba los colores.
Cuando salió todo verde, como siempre, todavía estaban las mariposas riéndose como locas.
— ¡Sa-po verde! ¡Sa-po verde!
La que no se le paraba en la cabeza le hacía cosquillas en las patas.
Pero en eso pasó una calandria, una calandria lindísima, linda con ganas, tan requetelinda, que las mariposas se callaron para mirarla revolotear entre los yuyos.
Al ver el charco bajó para tomar un poco de agua y peinarse las plumas con el pico, y lo vio a Humberto en la orilla, verde, tristón y solo. Entonces dijo en voz bien alta:
— ¡Qué sapo tan buen mozo! ¡Y qué bien le sienta el verde!
Humberto le dio las gracias con su sonrisa gigante de sapo y las mariposas del Jazmín perdieron los colores de pura vergüenza, y así anduvieron, caiduchas y transparentes, todo el verano.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

CARTA DE UN HIJO A TODOS LOS PAPAS DEL MUNDO

No me des todo lo que pido. A veces solo pido para ver hasta cuando puedo tomar. Te respeto menos cuando lo haces y me enseñás a gritar a mi también y yo no quiero hacerlo.
No me des siempre órdenes. Si en vez de órdenes, a veces me pidieras  las cosas, yo la haría más rápido y con más gusto. 
Cumplí las promesasbuenas o malas. Si me prometes un premio, dámelo, pero tambíen si es castigo. 
No me compares con nadie, especialmente con mi hermano o con mi hermana. Si me preferís antes que los demás, alguien va sufrir y si preferís a los demás seré yo quien sufra. 
No cambies de opinión tan a menudo sobre lo que debo hacer, decidite y mantené la decisión. 
Dejá que intente valerme por mí mismo. Si vos hacés todo por mí, yo nunca podré aprender. 
No digas mentiras, ni me pidas que las diga por vos, aunque sea para sacarte del apuro. Me haces sentir mal y perder fe en lo que decís. 
Cuando yo hago algo malo, no me exijas que te diga el porque lo hice. A veces ni yo mismo lo sé.
Cuando estes equivocado en algo, admítelo. Crecerá la opinión que yo tengo de vos y me enseñarás a admitir mis equivocaciones .
Tratáme con la misma amabilidad y cordialidadd con que tratás a tus amigos, que seamos familia, no quiere decir que no podamos también ser amigos. 
No me digas que haga una cosa que vos no querés hacer. Yo aprenderé y haré siempre lo que vos hagas.
Enseñame a amar 
Escúchame: Cuando te cuente un problema mío, no me digas: no tengo tiempo para pavadas o eso no tiene importancia tratá de comprenderme y ayudarme.
Quereme. Quereme y decímelo. A mí me gusta oírtelo decir, aunque vos no creas necesario decirmelo.
UN HIJO
EL VUELO DE LOS GANSOS
"La ciencia ha descubierto que los gansos vuelan formando una V, porque cuando cada pájaro bate sus alas, produce un movimiento en el aire que ayuda al ganso que va detrás de él.
Volando en V, toda la banda aumenta por lo menos en un 70%
su poder de vuelo que si cada pájaro lo hiciera solo".

Conclusión: Cuando compartimos una dirección común y tenemos sentido de comunidad,
podemos llegar a donde deseamos más fácil y rápido. Esto es el apoyo mutuo.

"Cada vez que un ganso se sale de la formación y siente la resistencia del aire,
se da cuenta de la dificultad de volar solo y de inmediato se incorpora de nuevo
a la fila para beneficiarse del poder del compañero que va adelante".

Conclusión: Si tuviéramos la lógica de un ganso nos mantendríamos con aquellos
que se dirigen en nuestra misma dirección.

"Cuando un líder de los gansos se cansa, se pasa a uno de los puestos de atrás
y otro ganso toma su lugar".

Conclusión: Obtenemos resultados óptimos cuando hacemos turnos para realizar los trabajos difíciles.

"Los gansos que van detrás producen un sonido propio de ellos
y lo hacen con frecuencia para estimular a los que van adelante para mantener la velocidad".

Conclusión: Una palabra de aliento produce grandes resultados.

"Cuando un ganso enferma o cae herido por un disparo, dos de sus compañeros se salen de la formación
y lo siguen para ayudarlo y protegerlo y se quedan con él hasta que esté nuevamente
en condiciones de volar o hasta que muere".

Conclusión: Sólo si tuviéramos la inteligencia de un ganso nos mantendríamos
uno al lado del otro ayudándonos y acompañándonos.


Un señor maduro con una oreja verde
Un día, en el expreso Soria-Monterde,

vi subir a un hombre con una oreja verde.

Ya joven no era, maduro parecía,

salvo la oreja, que verde seguía.

Le dije: Señor, usted tiene cierta edad;

dígame, esa oreja verde, ¿le es de alguna utilidad?

Me contesto amablemente: Yo ya soy persona vieja,

pues de joven, sólo tengo esta oreja.

Es una oreja de niño que me sirve para oír

cosas que los adultos nunca se paran a sentir;

oigo también a los niños cuando cuentan cosas

que a una oreja madura parecerían misteriosas...

Así habló el Señor de la oreja verde

aquel día, en el expreso Soria-Monterde.

Gianni Rodari

Cuento: EL CHINGOLO de Gustavo Roldán

Nunca fue tonto el Chingolo; incluso algunas veces tuvo problemas por ser demasiado pícaro, pero hasta el mejor cazador se le escapa la liebre.

Y esa vez se descuidó de puro abreboca. O tal vez no, tal vez estaba demasiado cansado por haber estado todo el día persiguiendo chingolitas. Estas cosas no se saben nunca con toda claridad. 


Lo cierto es que una mañana muy fría, en que cayó una helada como para enfriar hasta el infierno, el Chingolo se despertó con las patitas en un charco que se había congelado.

Logró dar algunos saltos con las patas metidas en el trozo de hielo, pero no había formas de sacarlas de ahí. Entonces comenzó a buscar ayuda.

-Señor Sol –le dijo al Sol-, ¿podría ayudarme y derretir este pedazo de hielo que me tiene preso?

-Lo haría con gusto –dijo el Sol-, pero no puedo porque me ataja una Nube

-Señora Nube, ¿podría ayudarme y derretir este pedazo de hielo que me tiene preso?

-Me gustaría ayudarte – dijo la Nube-, pero no puedo porque me empuja el Viento.

Señor Viento, ¿podría ayudarme y derretir este pedazo de hielo que me tiene preso?

-Nada me gustaría más que ayudarte – dijo el Viento-, pero no puedo porque me ataja el Quincho.

-Señor Quincho, ¿podría ayudarme y derretir este pedazo de hielo que me tiene preso?

-Lo haría, Chingolito, claro que lo haría, pero no puedo porque me quema el Fuego.

A los saltos, siempre con las patitas juntas, fue a buscar al Fuego.

-Señor Fuego, ¿podría ayudarme y derretir este pedazo de hielo que me tiene preso?

-Lo haría con toda alegría, pero no puedo porque me ataja la Piedra.

-Señora Piedra, ¿podría ayudarme y derretir este pedazo de hielo que me tiene preso?

-Me gustaría –dijo la Piedra-, pero no puedo porque sólo el Hombre me mueve de mi lugar.

El Chingolo nuevamente saltó y saltó con las patitas juntas, hasta que llegó a la casa del Hombre.

Y con todo cuidado rompió el trozo de escarcha y dejó libres las patitas del Chingolo. Pero de tanto andar a los saltos con las patas juntas ya se había acostumbrado a vivir así.

Y así siguió para siempre. Y también para siempre se quedó cerca de la casa del Hombre, comiendo los trocitos de maíz que nunca dejan de caer del mortero, unas veces porque saltan con los golpes y otras veces porque el Hombre saca un puñado bien molido y lo desparrama para que no le falte comida a este compañero tan alegre y divertido.



http://bpcd35.blogspot.com/2010/03/cuentos-de-gustavo-roldan.html

Cuento: NOCHES DE REYES A SALTOS de Gustavo Roldán

El sapo andaba atareado y nervioso, revolviendo entre los yuyos y juntando cosas. No tenía tiempo casi ni para saludar.

-Esta noche vienen, ¿eh, don Sapo? -preguntó el coatí.

-Ay, don Sapo, no veo la hora de que lleguen -dijo la paloma.

-No sé si voy a poder dormir esta noche -dijo la iguana.

-Bah -dijo la lechuza-, ése es un sapo mentiroso. Seguro que les anduvo contando el cuento de los Reyes Magos.

-Don Sapo nos dijo que esta noche van a venir con regalos- contestaron el coatí y la paloma.

-¿Sí?- dijo la lechuza-, y también les habrá dicho que vendrán montados en camellos. ¿Me quieren explicar cómo hacen los camellos para cruzar el mar? ¿A que eso no les dijo?

-Claro que sí. Nos contó que había sido un problema, y por eso ahora vienen montados en sapos, que sí saben cruzar el mar. A saltos, claro.

-¿Y para cruzar las montañas? ¿Los sapos saben cruzar las montañas? ¿A que eso no les dijo?

-Sí nos dijo, sí nos dijo. Andan todo el día a los saltos para practicar el cruce de las montañas. Ésa es la forma de cruzarlas, a saltos.

-Bah- dijo la lechuza-, ése sapo es un mentiroso. ¡Miren si los Reyes Magos van a cambiar los camellos por sapos! ¿Alguien los ha visto montados en sapos? ¿A que eso no les dijo?

-Sí nos dijo, claro que sí. Nadie los vio porque los sapos no hacen ruido al saltar y llegan despacito cuando todos están dormidos. Los camellos hacen mucho ruido.

-Bah -dijo la lechuza-, se van a quedar con las ganas porque esta noche no va a venir nadie.

En la noche brillaba una luna redonda y blanca. El coatí, la paloma, el quirquincho y mil animales más daban vueltas sin poderse dormir. Al final, como sin darse cuenta, se durmieron más temprano que nunca. Sólo quedó despierto el canto de las ranas.

Aquel 6 de enero todos se despertaron muy temprano.

-¡Vinieron los Reyes! ¡Vinieron los Reyes!- gritaban picos y hocicos.

Al lado de cada uno había un regalo. Una pluma roja para la paloma gris. Un higo maduro para el coatí. Una flor de mburucuyá para la iguana. Y así mil cosas para los mil animales.

-¡Vinieron los Reyes! ¡Vinieron los Reyes!- gritaban todos.

¿Todos? Bueno, todos no. En un rincón, tras de un árbol caído, el sapo dormía sin que los ruidos pudiesen sacarlo de su cansancio. Había andado a saltos toda la noche, y ahora soñaba con Reyes Magos montados en sapos, y hablando en sueños decía:

-Ja, si sabrá de Reyes Magos este sapo.